ÉRASE UNA VEZ UN LUGAR MÁGICO
Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, un lugar mágico dónde los buenos días del ascensor tenían nombre de amigo.
Donde los pasillos sonaban a risas de niño y las cuerdas del patio cruzaban el cielo llenas de coplas.
Donde las puertas de las casas, en las noches de verano, olían a fresco y a historias de otros tiempos.
Donde los teléfonos para conferencia eran compartidos y se pedían hojitas de laurel y cebollas para el sofrito.
Un lugar que aguantó el miedo de las bombas y el dolor del estómago vacío sin hundirse.
Que colgó fotos de novios en sus alcobas, tejió patucos de lana y tiñó camisas de negro.
Que vio crecer a abogados, banqueros, azafatas de vuelo, policías y hasta masajistas.
Que estudió con Erasmus italianos, bailó merengue caribeño y cocinó curry asiático entre sedas de shari.
Donde llamar a la puerta significaba una mano tendida para ayudar, una sonrisa para celebrar y un hombro para llorar.
Todo eso era su magia. La que solo tienen esos lugares donde a las personas las llamamos vecinos y, a las casas, hogares.
Blanca Andrés Gómez